Buscando fósiles
Primero de los relatos que componen el camino de mediación iniciado con el proyecto.
En una de las primeras salidas de ‘Non plus ultra’, nos acercamos a conocer los chozos y zahurdas de Llera, en el norte de la comarca Campiña Sur. Era una mañana soleada de invierno, las últimas lluvias de diciembre habían reverdecido el campo y las construcciones de piedra se levantaban silenciosas entre las colinas escarpadas en el límite con Tierra de Barros, donde los olivares dan paso a las dehesas. Desde ahí, podíamos intuir el embalse de los Molinos de Matachel, o el lugar donde este se debería encontrar, fluyendo desde la Sierra de Hornachos, que teníamos al frente. Un rato más tarde encontramos que el embalse se encontraba en una situación crítica, con algunas zonas secas desde hace meses, quizá un par de años incluso, y un pantalán para pequeñas embarcaciones varado en medio del campo.
Los chozos de Llera en la finca “Las Mil y Quinientas” están declarados Bien de Interés Cultural y son uno de los ejemplos destacados en la denominación de la construcción de piedra seca como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. El detonante para acercarnos se había dado en una de las últimas reuniones del grupo en las que surgió la pregunta sobre qué fósiles queremos dejar individual, como grupo, como generación… Pensar desde el fósil y no desde la ruina nos llevaba a posibles fuentes de energía, materiales que pueden ser transformados en el futuro de modos que aún no podemos imaginar para generar o activar otras cosas.
Los chozos de Llera tienen una hermosura telúrica. Mi primera sensación fue que eran construcciones paleolíticas, antiquísimas: levantadas solo con piedras, de base circular, entradas bajas que hacen agacharse como si accediéramos a una cueva. Era solo un prejuicio por la desconexión con la cultura campesina que los utilizaba hasta hace muy poco tiempo. Estos chozos se dejaron de utilizar hace 4 o 5 décadas, chozos de otros lugares puede que mucho menos, quizá algunos todavía se utilicen. Visitarlos -de la mano de nuestra compañera María, que conocía bien tanto su uso como la recuperación como patrimonio que se hizo hace unos años- fue acercarnos a un modo de vida y de relación con el territorio radicalmente diferente al nuestro, al del grupo de comitentes, pero muy cercano en el tiempo. Un modo de vida duro, atravesado por la violencia de las estructuras latifundistas, pero lleno de experiencias y saberes que no se pueden olvidar y tachar “como el que traza una raya en una cuenta saldada” (John Berger).
Habíamos empezado a pensar y buscar fósiles -en su sentido más tradicional- en una salida anterior. Hablando de sequías y aguas, nuestro compañero Juan había señalado que en las afueras de Los Santos de Maimona había unas colinas donde se encontraban fácilmente ejemplares de fósiles marinos, una huella de las aguas que habitaron este territorio hace millones de años. No fue difícil encontrar unas rocas donde se distinguían señales de caracoles o plantas. Una vez aprendimos a distinguirlos los veíamos por todas partes, las rocas se poblaban de la sombra de un ecosistema exótico. Estábamos en lo alto de una colina desde donde se abría un pequeño valle por donde corre el arroyo del Robledillo, un suelo que tratábamos de imaginar con las formas que había tenido durante el periodo Carbonífero, hace más de 300 millones de años -nuestro conocimiento se basaba únicamente en una rápida búsqueda en Wikipedia-. Al otro lado del valle, un poco más bajo que el punto desde donde oteábamos, se levantaba una chimenea de ladrillo, resto de una antigua mina de carbón que llevaba décadas sin ser explotada, puede que más tiempo sin uso que los chozos de Llera. El carbón que ahí se explotaba y los fósiles que encontrábamos tienen su origen en la misma época. La chimenea nos parecía una ruina, las marcas vegetales sobre la roca fósiles. La diferencia puede estar en la capacidad de los fósiles para escapar de una temporalidad lineal donde el pasado queda atrás, nos conectan a transferencias de energía, entrelazándonos a mundos lejanos no necesariamente acabados.
La visita a Llera -continúo viendo el estado de fuentes que han perdido su función como espacio de encuentro- agitó nuestra noción de tiempo común. No facilitó concretar nada, pero hizo que emergiera una multiplicidad de escalas temporales y la posibilidad de redefinir términos como “futuro”, “fósil”, “herencia” o “porvenir”.
Los fósiles, tanto los del periodo Carbonífero como los chozos de Llera observados bajo esta lente, generaron vibraciones en nuestra forma de percibir el tiempo. Su materialidad geológica y sus diferentes escalas -la cercanía de las familias que habitaron estos chozos, la distancia brutal de minerales de origen vegetal- cuestionan nuestra percepción sobre el lugar que ocupamos, abren preguntas: ¿Qué nos dice sobre la noción de progreso, desde la precariedad que nos dificulta ahora habitar zonas rurales, visitar chozos que fueron utilizados hasta hace tan poco? ¿Qué es el futuro en la escala de los fósiles carboníferos y qué es frente a la imagen del embalse seco y el pantalán varado? ¿Hacia qué tiempo queremos proyectar el encargo de ‘Non plus ultra’? ¿Queremos hacer algo efímero o que perdure? Y si queremos que perdure, ¿a qué escala?